En un día como hoy de 1848 nació en París el universal Paul Gauguin, pintor y escultor que formó parte de uno de los momentos y movimientos más creativos y reveladores del arte. En permanente contacto con Van Gogh, Manet, Cezzane o Pisarro, su rebelión con lo establecido le obligo a viajar (en sentido literal y figurado) a los orígenes, en su apuesta por la interiorización de las formas: no importaba tanto la copia exacta del original como la visión poética del artista. Así lo cuenta el narrador de la novela que Vargas Llosa escribió en 2003, El paraíso en la otra esquina, cuyo principal protagonista es este pintor (también Flora Tristán, abuela de Gauguin y gran defensora de los derechos sociales en Francia) durante sus viajes por Tahití, en busca de ese mundo sin contaminar por las convenciones que siempre persiguió.
“El color, según él, expresaba algo más recóndito y subjetivo que el mundo natural. Era manifestación de la sensibilidad, las creencias y las fantasías humanas (…) Los artistas no debían sentirse esclavizados por el mimetismo pictórico frente al mundo natural: bosque verde, cielo azul, mar gris, nube blanca. Su obligación era usar los colores de acuerdo a urgencias íntimas o al simple capricho personal: sol negro, luna solar, caballo azul, olas esmeraldas, nubes verdes.”
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